jueves, 30 de enero de 2020

‘NO LUGARES IMAGINARIOS’: UTOPÍAS PINTADAS DE JUAN SALVAGO.


Juan Salvago, en su exposición ‘No lugares imaginarios’ (1), en Galería Orfila, articula un relato pictórico en torno a la utopía –el no lugar -, la cual trata temáticamente describiendo arquitecturas ensoñadas que no sabemos si nos remiten al futuro o a un lejano e incógnito pasado. Intemporalidad que concierne a su mismo tratamiento formal, pues Salvago rehúye cualquier descripción realista en pos de un primitivismo cubistizante de medido aliento expresionista o surreal. Ciudades-Isla de edificios que se apiñan hasta el cielo, con el que se funden también claraboyas, torres vigía y otras estructuras cristalinas, tinglados, hangares, armazones y sistemas de poleas dedicados a extrañas industrias mecánicas, son algunos de los motivos de este pintor, que parecen inspirados o extraídos, en primer término, de su Cádiz natal, pero que, más aún, nos invitan a un viaje a través de lo que ha sido la relación entre pintura y arquitectura.

            Juan Salvago. "Mundo cruzado". Óleo sobre lienzo, 200 x 160 cm

                           Torres vigía de Cádiz
Empecemos por la ciudad –elemento protagonista de esos “No lugares” de Juan Salvago - y lo que ésta tiene en sí misma de representación artística, como figura o imagen artificiosa, en tanto el producto más elaborado de la cultura, de la confrontación del ser humano con la naturaleza. La ciudad es, así, una creación colectiva que se puede entender como una obra de arte, tal como hace Lewis Mumford (2), hecho que este autor relaciona con que la visualización tradicional de la utopía precisamente haya sido siempre una ciudad, debido a que las primeras utopías se originan en Grecia, cuyo sistema político está esencialmente apegado a la ciudad. Un influjo que se inicia con Platón, si bien la formulación utópica de su “República” no tiene como modelo a Atenas, sino más bien a Esparta, una comunidad autárquica y sumamente jerarquizada cuyo fin es hacer la guerra. En realidad, según Mumford, las utopías surgieron mucho antes y la primera utopía fue la ciudad como tal: la fundación de las primeras ciudades, en el albor de los tiempos, alrededor de una cosmogonía común que sirve para la puesta en marcha de la “máquina imperial”; esto es: la minuciosa organización de masas de esclavos sometidas por ejércitos guardianes a unas jerarquías político-religiosas como instrumento y principal maquinaria para erigir esas estructuras.

Esta ciudad arcaica es en la que se inspira Platón, cuya influencia explica el carácter autoritario de las utopías renacentistas posteriores, como Utopía, de Tomás Moro: una ciudad ideal que es una isla artificial separada del resto del mundo gracias a un gran canal construido por los habitantes de aquel conquistado territorio, supervisados por los soldados de su nuevo rey. Ciudad e isla encuentran aquí su maridaje ideal: la primera, una comunidad “civilizada” que logra, gracias al esfuerzo común, aislarse del exterior, amenazante y “bárbaro”, tras poner a su favor las fuerzas de la naturaleza; una figuración urbanística de la cultura que refleja el equilibrio armónico de lo político y lo social. De manera concomitante, “la isla, según Jung, es el refugio contra el amenazador asalto del mar del inconsciente, es decir, la síntesis de la conciencia y la voluntad” (3). Sin embargo, en el relato bíblico de la Torre de Babel, ya se advertía sobre los peligros de esa excesiva unanimidad colectiva y la restricción de la libertad individual que llevaba implícita en pos de conseguir un fin único y técnicamente imposible: alcanzar el cielo. En el Apocalipsis de san Juan, por el contrario, la ciudad nueva descenderá proféticamente del cielo como “ciudad de Dios”. Es la Jerusalén Celeste, prefigurada emblemáticamente en las representaciones medievales de ciudades amuralladas y el paraíso futuro que aguarda; esta vez no un jardín, como era el Edén al inicio de los tiempos, sino precisamente una ciudad y la mineralización o “cristalización” que ella representa en tanto culminación o final de un ciclo (Cirlot). Es así como sus muros de cristal sólo podían concebirse exclusivamente en ella, prueba de su elevación espiritual y moral. 

           Ambrosius Holbein grabado de la Isla de la Utopía, de Tomás Moro. 1516

.             "Jerusalén Celeste", dibujo medieval.

           Peter Bruegel el Viejo. "Torre de Babel". 1563.

Cuando a partir de mediados del siglo XIX se empieza a incorporar el cristal a la construcción integra de edificios, su función prolonga aún aquellas connotaciones simbólicas en las tipologías arquitectónicas en que se utiliza. Así, el primero de ellos, el Palacio de Cristal de Joseph Paxton en la Exposición Universal de Londres, de 1851, participa de la celebración en aquellos eventos del progreso y la modernidad industrial del capitalismo manufacturero, mientras en el caso de la Casa del Pueblo de Bruselas, de Víctor Horta, de 1896, la utilización combinada de hierro y cristal la define, según sus propias palabras, no como “un palacio, sino como una casa donde el aire y la luz serían el lujo mucho tiempo privado a la vida de los obreros”. Inmediatamente, la decisiva influencia del cubismo plástico, de la pintura y la escultura, sobre la arquitectura a partir de su reducción de las formas a volúmenes geométricos simples (el cono y la esfera), da lugar a una nueva percepción del espacio y la estructura interna de los objetos que se traduce en la arquitectura moderna, desde entonces, en sus volúmenes abiertos y en el tratamiento “transparente” de las superficies con la supresión virtual del muro. No es extraño que entre los precedentes del cubismo estuviesen los pintores primitivos italianos (Piero della Francesca, Cimabue, Giotto..) con su depuración racional buscando la estructura de los objetos, del mismo modo que los primeros adelantos cubistas de Picasso los hallamos, en 1909, en su visión geométrico-facetada de la ciudad de Horta de Ebro.

    Piero della Francesca. "Descubrimiento de la Vera Cruz". 1452-66 (Detalle) 

                Juan Salvago. "Utopías II". Acrílico sobre lienzo, 92 x 73 cm  

                Picasso. "Depósito de agua Horta de Ebro". 1909.

Penetrados por un sentimiento apocalíptico, artistas organizados durante la revolución alemana de 1918 aspiran a la integración de todas las artes a través de la arquitectura: la posibilidad de crear un mundo nuevo después de la destrucción causada por la Gran Guerra. Escarmentados por las consecuencias de la tecnología y la jerárquica sociedad que dio lugar a aquel desastre, su idealismo subjetivo confiere a la activa intervención de las masas en ese proyecto un protagonismo nuevo y singular. Los arquitectos expresionistas buscan integrar en la construcción a toda la colectividad, los sentimientos colectivos latentes que, según Bruno Taut, el arquitecto tiene como misión concretar. Miembro de la asociación de arquitectos “La Cadena de Cristal”, veían en el cristal la representación de la inocencia de la nueva humanidad que estaba por venir. En Weimar, en 1919, el primer Manifiesto de la Bauhaus, elaborado por Gropius, reclama una eliminación semejante de las jerarquías, la abolición de la barrera entre artistas y artesanos: una Catedral del Futuro simboliza ese trabajo en comunidad que Lyonel Feinenger diseña en un grabado de estructura cristalina para la portada del Manifiesto. Walter Benjamin se referiría, en 1933, a aquel estado del espíritu: “Las casas de vidrio no tienen “aura”. El vidrio es el enemigo número uno del misterio. También es enemigo de la posesión”.

          Joseph Paxton. Palacio de Cristal de Londres. 1851.

        Bruno Taut. Pabellón de Cristal de la Exposición de Colonia. 1914.

         Erich Mendelsohn. Torre Einstein. Postdam 1920-21.

                         Lyonel Feininger, xilografia 1919 Manifiesto Bauhaus

(1)  No lugares imaginarios. Exposición de Juan Salvago en Galería Orfila, Madrid, 5 a 27 de enero de 2017.  
https://galeriaorfila.com/2017/01/05/juan-salvago/
(2) Lewis Mumford, La ciudad en la historia: sus orígenes, transformaciones y perspectivas, (1966). Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012.
(3)  Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos. Ed. Labor, Barcelona, 1969.
(4)  Walter Benjamin, “Experiencia y pobreza”, en Iluminaciones II. Taurus, Madrid, 1972.










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