“Se ha dicho que el pueblo español no
sabe nunca lo que quiere, porque sabe siempre lo que no quiere. Que a fuerza de
no saber lo que quiere aprende a saber lo que no quiere. Y en eso consiste el
capricho. En esto, el ser, como los niños, caprichoso. El capricho de la
voluntad en el hombre, lo más voluntarioso del hombre, es esa infantil
arbitrariedad negativa. El hombre, el pueblo, empieza por afirmarse
caprichosamente por la negación. Con tal de hacer su voluntad, y por hacerla
solamente, puramente, el hombre, el pueblo, se hace, como el niño, caprichoso,
voluntarioso. Pintar como querer, es pintar voluntaria o
voluntariosamente: caprichosamente. El hombre que hace su capricho hace
lo más puramente voluntario que puede hacer, lo más hondamente voluntario. Acaso
lo más profundamente humano. Su voluntad santísima. Su realísima
gana. Lo más verdadero de su ser.” (José Bergamín, “Pintar como querer.
Goya, todo y nada de España”, en Hora de España; 5. Valencia, mayo de 1937)
Esta cita de Bergamín, del que tomamos
también, para el nuestro, parte del título de su artículo: aquel dicho popular que
alude a la pintura como traslación metafórica de pensar que se van a realizar
nuestros sueños y que él, más allá, a través de hábiles retruécanos, convierte
en una vindicación de la voluntad y autenticidad humanas (estableciendo un
paralelismo entre la obra de Goya y la desesperada defensa del pueblo español,
en aquellos momentos, de su libertad), viene que ni pintada para iniciar una primera aproximación al artista
José Jiménez Soler, empeñado y voluntarioso como pocos en llevar adelante su
vocación, más aún, como es su caso, tratándose de un artista de extracción
popular -con las trabas sobrevenidas que ello implica, pero con la verdad por
delante del inevitable entrecruzamiento de arte y vida -, que expone estos días sus ensoñaciones
y caprichos en Galería Orfila.*
Viene
al caso, también, empezar esta presentación mencionando que José Jiménez Soler
nació en el pueblo manchego de Villar de Chinchilla (Albacete) el mismo año,
1971, en que su padre, empleado de RENFE encargado del mantenimiento de las
vías del ferrocarril y albañil ocasional, comenzó a construir en solitario, con
sus propias manos, la casa familiar. Se trata de un edificio ciertamente
singular, recogido por Juan Antonio Ramírez en su libro sobre arquitecturas
marginales y extravagantes en el estado español (1), que destaca, entre sus
peculiaridades, por su extraña techumbre, una suerte de gran pájaro que viene a
representar al avión Concorde, de
plena actualidad, entonces, en la prensa de aquellos años. Otros detalles
constructivos, como las decoraciones geométricas a base de trencadís de
cerámica y toscos guijarros, o la semicueva sobre la que su padre, Celestino
Jiménez, levantó la casa, la parte del sótano que constituía su refugio
personal, donde reunía un conjunto heterogéneo de objetos, desde fetiches
personales a vasijas y antiguos aperos de labranza, todos “meticulosamente
clasificados”, hasta la extraña raíz de un árbol seco a modo de escultura,
demuestran, para Juan Antonio Ramírez, “que el autor de todo esto tenía alma de
artista en la línea fantástica del dada y el surrealismo, que era un maestro en
la explotación poética del objeto encontrado”. Añadir a ello que compartía
tertulia y clases de escultura con otros artistas autodidactas del pueblo, como
su vecino, el escultor Ricardo y el pintor Miguel Núñez, que fueron también los
primeros maestros de Jiménez Soler, cuando éste, ya desde muy niño, vio
despertar su vocación artística. El azar o la suerte quisieron que, una vez interno
en un colegio de Albacete, a la edad de nueve años, tuviera como tutor al
pintor Pedro Gata, quien se encargo de la continuidad de su formación y le
presentó a los primeros concursos de pintura, en los que obtuvo algunos
premios, ya en aquellos años.
Apostando
a partir de entonces por desarrollar su carrera artística, que se ve obligado a
compatibilizar con otros trabajos a fin de asegurar su sustento, en el
año 1997, tiene lugar un encuentro para él de significación muy especial. Éste fue el que se produjo con el pintor y escritor
Antonio Beneyto, que, a la sazón, exponía en esas fechas en el Centro Cultural La
Asunción, de su ciudad natal. Allí se topa con el artista tumbado todo a largo en un banco de piedra
del claustro, al parecer dormido, vestido con una bata llena de manchas de
pintura como si fuera una paleta. No duda en presentarse como pintor, pero,
inmediatamente, ante las chanzas de los amigos, ignorantes de la pintura, que le acompañaban en ese momento, se disculpa y rectifica, diciendo que, más que a pintar, lo que
se dedica es a sufrir. Beneyto le contesta, con sarcástica ternura, reflejando
acaso su propio estado de postración: “si sufres, llevas buen camino”; una frase
que José Jiménez Soler nunca olvidará y que ha tenido siempre presente.
Pero hablar de Antonio Beneyto, nacido en Albacete, en 1933, y fallecido en octubre del pasado año en Barcelona, ciudad en la que residía desde 1967, supone referirse, además de la pesadumbre compartida con nuestro artista, narrada en esta anécdota -la incomprensión hacia su arte por las gentes y sensación de extrañamiento en la tierra que les vio nacer -, a una afinidad y filiación estética común, pese a las obvias diferencias generacionales y de trayectoria que hay entre ambos, a partir de la cual es posible empezar a desentrañar algunas cuestiones esenciales en la pintura de José Jiménez Soler. Esta no sería otra sino la del Postismo, primera manifestación vanguardista de la posguerra, que, como sostiene Amador Palacios (2), aun circunscribiéndose en su estudio al ámbito literario de este ismo, tuvo una especial prolongación en el tiempo “en muy gran medida a través de autores y eventos castellano-manchegos”, que incorporaron a sus creaciones el espíritu lúdico, imaginativo y hasta cierto punto transgresor que fueron seña de identidad de aquel movimiento. La lista es larga, como lo es también en el caso de los artistas plásticos y el ejemplo de Antonio Beneyto, como Postpostista o Postista de última hora, cuando, en 1970, Carlos Edmundo de Ory lo reconoció dentro de este movimiento -curiosamente, antes como pintor, que por su labor literaria -, viene a mostrar, muy a propósito, el especial arraigo postista en las tierras manchegas, en cuya estela podríamos situar, con las debidas precauciones y tras ciertos matices que se precisarán más adelante, la pintura de José Jiménez Soler. Una afinidad que se sintetiza en estas palabras de Jaime D. Parra refiriéndose a la obra de Beneyto y que, igualmente, pueden servir para caracterizar los principales anclajes creativos de nuestro artista:
El Postismo selecciona
el material y no elude la Estética -ni la lógica, ni la moral-. El Postismo se
instala en la alegría de los sentidos, en el juego frenético de la imaginación,
en la absurdidad inventada, en una lógica interna y técnica, en una estética
libre de cánones. En la creación eurítmica. Eutirmia es la conjunción, la interrelación
equilibrada de las partes, la armoniosidad. (3)
En efecto, la pintura de Jiménez Soler es de difícil encasillamiento, ya sea en tendencias o incluso lenguajes, pues, justamente, no se atiene a canon alguno, pese a tener como una de sus notas más características esa euritmia o “eutirmia” a que se refiere el autor del texto arriba citado. Si acaso se puede hablar de un surrealismo instintivo, onírico, pero sin las tenebrosidades tan habituales en muchas de las creaciones de aquel movimiento; todo lo contrario. De la misma manera, resulta inexcusable referirse a la abstracción, de algún modo siempre presente en su pintura, incluso en aquellas obras más figurativas, aunque en permanente tránsito y flujo entre una y otras, sin que sea posible hallar solución de continuidad de ninguna clase. Se advierte, eso sí, una suerte de ingenuismo o primitivismo, presente en no poca medida, pero sin que éste tenga nada que ver en absoluto con carencias en el dominio de los recursos de su oficio, ni con los esquemas clásicos del género: la pintura plana, la ausencia de perspectiva, etc. En cambio, quizás no se pueda comprender su pintura sin tener en cuenta este aspecto, que resulta de su negativa a renunciar a sus orígenes, tanto de su creación como los relacionados con su propia vida. Es así como logran tener adecuada cabida la visión telúrica, la constante sorpresa ante una naturaleza viva -plantas, pájaros, insectos, batracios… -, también los páramos de su tierra, como la presencia de una cultura popular, carnavalesca, transgresiva y festiva, un humor satírico, a veces grotesco, mas nunca acre, que es a la vez celebración del optimismo y de la vida, a la que un color esplendente da su temperatura.
Paisaje. Acrílico sobre lienzo, 100 x 81 cm
Sapos. Acrílico sobre lienzo, 50 x 60 cm
Este
aspecto de lo popular, estudiada por unos pocos autores en relación al Postismo,
tal es el caso de los pintores, también manchegos, Francisco Nieva -asimismo escritor
y dramaturgo - y, especialmente, Gregorio Prieto, es otra de las cuestiones
candentes a través de la que sería posible establecer un vínculo entre Jiménez
Soler y aquel modo estético. Elena Saíz Magaña, analizando en concreto la simbiosis
de la cultura popular con la de las vanguardias en la obra de Gregorio Prieto,
concluye lo siguiente:
La tierras manchegas han
dado muchos personajes así, personajes que han intuido, consciente o
inconscientemente, cómo lo pintoresco, lo autóctono, incluso “lo paleto”, una
base para crear modernidad. Es, en definitiva, “el tiempo suspendido”, lo que
es inteligible para todos y lo que conforma un espacio amable. Aquí podríamos
incluir a Pedro Almodóvar o a José Luis Cuerda. Pero eso es otra historia. (4)
Y sí, es otra historia. Pues la pintura de José Jiménez Soler, si bien enraizada en las tradiciones tanto vanguardistas, tal la del Postismo, como de la cultura popular, campesina, de su tierra (ese "tiempo suspendido", ese "espacio amable"), es ante todo hija del tiempo presente y su hora universal, siendo la de transvanguardista su calificación más adecuada. De este modo, aún sería posible fijar otros paralelos, si bien lejanos de la latitud en que habita, quizás excesivamente osados o aventurados, pero que, intuitivamente, nos pueden ayudar a hacernos una idea más cabal de su creación. Es el caso del pintor norteamericano Philip Guston, en concreto su giro hacia al tipo figuración primitivista que desarrollará a partir del año 1970 y que, en aquel momento, le acarreó una abrupta ruptura con sus antiguos correligionarios expresionistas abstractos de la Escuela de Nueva York. Para Guston, el arte abstracto se había convertido en un “estilo”, en algo “falso”, una evasión ante los acuciantes problemas sociales como la discriminación racial, la guerra y la violencia que aquejaban a su país en aquellos años y que tratará de reflejar en su obra retornando, también, a sus raíces, de alguna forma a la pintura influida por el realismo social y el cómic que había realizado en los años 30, durante su infancia y primera juventud, cuando varios de los miembros de su familia judía fueron víctimas del Ku Klux Klan. Un primitivismo, no exento en ocasiones de humor, en el que, pese a su crudeza, es posible advertir, a veces, en los trazos de su pintura casi en bruto y algún que otro tema -descampados, basureros, claustrofóbicos muros de ladrillos, insectos…-, resonancias o ecos -aunque los de Guston sean más urbanos y desencantados - en la pintura “ingenua” de José Jiménez Soler.
* Exposición de José Jiménez Soler. Galería Orfila, Madrid. Del 6 al 25 septiembre de 2021
https://galeriaorfila.com/2021/08/30/jose-jimenez-soler/
(1) Juan Antonio Ramírez, “El Concorde en el tejado. Villar de Chinchilla (Albacete)”, en Escultecturas margivagantes. La arquitectura fantástica en España. Ed. Siruela, Madrid, 2006, pp. 405-409
(2) Amador Palacios, El pie en la alimaña (Castilla-La Mancha y la literatura de vanguardia). Toledo, Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 2007.
(3) Jaime D. Parra, “Beneyto, un creador postista”, texto en el catálogo de la exposición Beneyto Els Noranta. Pintures i Escultures (Sales Municipals d'Exposició, Girona, marzo-abril de 1996).
(4) Elena Saíz Magaña, “Las otras miradas. Lo popular en el mundo de Gregorio Prieto”. Cuadernos de Estudios Manchegos; 37. 2012. pp. 115-123
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